Hace
unos meses, un periodista definió el año 2014, y especialmente el
último trimestre, como el año de las carreras. En cualquier
redacción de cualquier periódico, revista, cadena de televisión o
emisora de radio era fácil ver a alguien corriendo con papeles en la
mano. Una noticia de ultimísima hora se había producido. Y así
teníamos a periodistas corriendo de un lado para otro, moviendo
contactos para confirmarla o desmentirla.
El
2014 fue también el año que cambió España; fue el año en que
hasta lo más inverosímil podía suceder. En verano apareció un
grupo terrorista conocido como CCC (Comandos de Ciudadanos
Cabreados). Este grupo no tenía una ideología definida. Simplemente
atacaban aquellas instituciones que consideraban causantes o
culpables de la crisis. Atacaban principalmente bancos, sedes de
partidos políticos y empresas pertenecientes al sector de la
construcción. Al principio, los atentados se limitaban a pequeños
artefactos caseros, pero rápidamente fueron capaces de atentados más
grandes. Especialmente impactantes fueron los secuestros de tres
altos directivos en diferentes puntos de España. Los tres fueron
ejecutados de un disparo frente a una cámara y el vídeo fue colgado
posteriormente en Youtube. En dos horas, el vídeo superó el millón
de visionados y se llenó de comentarios, unos recriminando la
acción, la mayoría aplaudiéndola.
Pero
la noticia del año llegó en septiembre. La última semana de dicho
mes, el rey Juan Carlos I anunciaba su abdicación. La sorpresa fue
general, incluso entre los periodistas más cercanos a la Casa Real.
La abdicación se hizo efectiva el 6 de octubre. Inmediatamente, su
hijo ocupó el trono español bajo el nombre de Felipe VI. En su
discurso de entronización, el nuevo rey afirmó que todos los
españoles debían, en estos momentos tan duros para todo el país,
luchar juntos codo con codo y solidariamente. Porque España, ante
las desgracias se crecía y daba lo mejor de sí misma. Estas
palabras casi sonaban a profecía, años después.
Los
españoles aún no habían asimilado este cambio, cuando llegó otro.
El Gobierno de Mariano Rajoy se vio incapaz de afrontar los
escándalos de corrupción que lo asediaban. Tampoco era capaz de
afrontar la crisis económica de forma efectiva. Así pues, se
decidió a convocar elecciones anticipadas para el día 21 de
diciembre.
Las
elecciones no dieron un claro ganador. Las negociaciones tampoco
lograron poner de acuerdo a ningún partido. Tras dos meses sin
gobierno, el rey Felipe VI convocó a los partidos políticos con una
propuesta: un Gobierno de concentración nacional.
En este punto tampoco hubo acuerdo entre las diferentes fuerzas
políticas. Todos acudieron a la llamada del rey, pero cada uno con
propuestas diferentes. Sin embargo, la meta fue crear ese Gobierno de
concentración, y eso fue lo que se creó: un monstruo de Frankestein
político y bastante débil.
El
Partido Popular (PP),
que había recibido más votos, se hizo con la presidencia y los
ministerios de Economía, Interior, Defensa, Fomento, Trabajo y
Exteriores. El Partido Socialista (PSOE) se hizo con la
vicepresidencia, con los ministerios de Vivienda, Hacienda, Justicia
y Medio Ambiente, además de colocar un viceministro en Economía.
Unión, Progreso y Democracia (UPyD) se hizo con los ministerios de
Agricultura y Pesca, Industria, Educación y Sanidad, además de un
viceministro en Economía. Los dos partidos nacionalistas
mayoritarios, Convergència i Unió (CiU) y Partido Nacionalista
Vasco (PNV), entraron en este Gobierno con un viceministro cada uno
en Economía. La excusa de ambos partidos para entrar fue que querían
vigilar que no se tocara la financiación de sus respectivas
comunidades. La excusa de los socialistas y de UPyD fue la
responsabilidad política y el bien mayor: España. El pacto también
fue apoyado por otros partidos como Unión del Pueblo Navarro (UPN) o
Coalición Canaria (CC). Otros partidos, como Izquierda Unida (IU),
Esquerra Republicana de Catalunya (ERC), Amaiur, Bloque Nacionalista
Galego (BNG), Compromís y otros partidos del Grupo
Mixto ni aceptaron entrar en el Gobierno ni lo apoyaron. Consideraban
que el nuevo Gobierno les ataría las manos para obligarles a apoyar
las mismas políticas que los años anteriores. El 3 de febrero
Álvaro Bárcenas era elegido presidente del Gobierno.
Pronto
quedó patente la falta de ideas nuevas del nuevo Gobierno. Se rebajó
el sueldo mínimo. Pronto ser mileurista se convirtió en una utopía.
Se eliminaron las indemnizaciones por despido, y se fomentó el
empleo temporal y precario por encima del empleo fijo. Se crearon
tasas por casi todo o se incrementaron las que habían, desde crear
una empresa hasta ingresar en un hospital o acceder a un colegio
público, pasando por las denuncias o las querellas. Incluso los
turistas tenían que pagar una tasa de un euro. El IVA alcanzó el
25%, el IVA reducido el 20% y el IVA superreducido
el 15%. Se redujeron las pensiones y el sueldo de los funcionarios.
Gran parte de ellos fueron despedidos. Muchos hospitales y colegios e
institutos fueron privatizados en un proceso que asemejaba a una
muerte lenta y dolorosa plagada de torturas. Lo poco público que le
quedaba al Estado fue privatizado en su práctica totalidad. Los
impuestos sobre la luz, el agua, el gas, el tabaco o el alcohol
subieron como la espuma. La situación era tal, que muchos hogares
eran iluminados con velas para ahorrar y la gente iba a las piscinas
para ducharse. Pero la economía mejoraba más bien poco. El paro se
disparaba alcanzando cotas que superaban los años del 2008 al 2013.
La Bolsa se desplomaba sin remedio y la prima de riesgo y el bono
a diez años se disparaban como si no hubiera techo. Los desahucios
se convirtieron en una emergencia nacional más que en años
anteriores; además de que cientos de miles de familias tenían que
vivir de la caridad y de la comida de los bancos de alimentos. Se
batían récords de desahucios y cada vez más casas quedaban vacías.
Para
colmo de males, nuevos casos de corrupción se sumaron a los que ya
se conocían. España se había empeñado en volver a hinchar la
pinchada burbuja inmobiliaria y reactivar el boom de la construcción.
Y eso propició que de nuevo la corrupción regresara al país,
manchando a políticos, empresarios y jueces amigos.
El
descontento general de la población quedaba patente. Día sí y día
también había una manifestación en la calle pidiendo la
convocatoria de nuevas elecciones y un cambio en el sistema. Las
ciudades pasaban gran parte del día paralizadas. Incluso en 2016
hubo dos huelgas generales de 48 horas cada una. Ambas huelgas
tuvieron un seguimiento de un 80%. Tal fue su seguimiento y su éxito
que ni los medios de comunicación públicos (lo único que no se
había privatizado) ni los medios lameculos (afines, en el lenguaje
periodístico) pudieron ocultar el éxito de las convocatorias. Los
incendios sociales que habían recorrido la redes sociales durante
los años anteriores ya se habían trasladado a las calles. Era rara
la manifestación que no terminaba con incidentes, asaltos de bancos
y carreras delante de la policía. En Valencia, durante un mes, los
tranvías que pasaban por la zona universitaria no pudieron circular
por la colocación diaria de barricadas. En Barcelona, los
trabajadores del puerto lo mantuvieron paralizado durante dos semanas
en las que se enfrentaron a la policía en un auténtico campo de
batalla. En Andalucía, cientos de jornaleros ocupaban día tras día
fincas de grandes propietarios. Muchos de ellos fallecieron víctimas
de disparos de las fuerzas del orden. En Madrid, trabajadores en paro
empezaron a ocupar fábricas abandonadas y a gestionarlas por ellos
mismos. El movimiento, calco del que se dio en Argentina tras el
corralito, acabo extendiéndose por gran parte de España. En algunos
lugares, los antidisturbios de la policía despertaron y se unían a
los manifestantes. Y no olvidemos al CCC, que intensificaba cada vez
más sus atentados.
Este
era el panorama con el que España llegaba al 2017.
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